Domingo 25 de Setiembre de 1898.
MONTEVIDEO Año II —2/ Época — Núm. 28
El caudillo de 1897
Fragmento de trabajos inéditos
Para “La Alborada”
Aparicio Saravia es una personalidad interesante, que no será conocida lo suficiente para sus coetáneos, hasta tanto los elementos de juicio sobre cuya base deba ser juzgada no se sustraigan a la influencia de los errores y preocupaciones de la época.
Educado en la escuela primaria, creció y se desarrolló en los campos, consagrado a la ganadería, y aún a la agricultura, dentro de hábitos austeros, que fueron los de toda su familia. Heredó de sus genitores el amor al trabajo y la pasión por la tierra. Lo mismo cuida de una invernada con ojo experto, que guía con mano habilísima los bueyes aradores. Entiende de cruzamiento de razas y de mejoramiento de las especies, por experiencia y por sagacidad nativa. El cultivo intensivo no le coge de sorpresa. De una viveza de espíritu poco común, alcanza a penetrarse sin esfuerzo de las ventajas de los métodos modernos sobre las prácticas conservadoras de otro tiempo; y en materia de romperla costra para echar el grano, no es de los que se mantienen en el uso del arado de Moisés.
Conoce los instrumentos y máquinas nuevas de labranza, y fuera su mayor anhelo de agricultor sesudo el utilizarlos en sus tierras en empresas en grande escala, si otras obras acometidas por el ciudadano y el partidario no hubiesen absorbido buena parte de su fortuna y arruinado sus grandes propiedades.
Recordamos que un día, durante la guerra, de paso el ejército por sus feraces campos del Coronilla, ordenó a falta de leña para los vivacs, pues el monte estaba lejos, que se quemasen los postes y estacones de los alambrados sin consideración alguna.
La ley de la necesidad, según su criterio recto, debía sentirse por igual sobre bienes de amigos y enemigos; pues la revolución no destruía por odios o desagravios, sino a impulsos de aquella ley imperiosa. En todas partes, sin excluir las estancias de los más intransigentes adversarios, debían entregarse a los encargados las pieles de las reses para el consumo; y la carne sobrante si la había, a los pobres del vecindario, antes que de ella hicieran presa los perros y las aves de rapiña.
Su respeto a los intereses privados fue lejos, tanto como el que tuvo sin reservas por la vida de sus adversarios heridos o prisioneros. Nunca vimos que mandase dar muerte a un hombre. En cambio, fuenos dado observar con verdadera satisfacción la suavidad y la templanza con que trataba a los vencidos, en entrevista breve, diálogo conciso y tono festivo, para darles completa libertad de allí a pocas horas, muchas veces estando frente a las posiciones enemigas.
Humano y generoso, solo era severo con el cobarde o el ladrón, y esto, para aplicarles penas correccionales o corporales, nunca la de la vida.
Soldado improvisado en medio de rudas contiendas fuera de su país, aprendió el arte derramando su propia sangre, y obteniendo grados y posiciones sobre la zona misma de terribles combates. A la experiencia adquirida, unió un robusto poder de iniciativa con luces vivas de inteligencia, un corazón lleno de alientos y un valor insuperable.
Conforme a esa práctica alcanzada en lucha prolongada con las mejores tropas de línea brasileñas, Aparicio Saravia peleó bien a su manera en 1897, y se retiró mejor cuando fue necesario buscarlo. La retirada de Cerros Colorados, según la autorizada opinión del coronel Lamas, que nos la participó más de una vez con elogio de las aptitudes naturales del caudillo, haría honor a cualquier general de escuela: «No hice más que asesorarlo en algún detalle –agregaba el ilustre jefe de estado mayor–; de él fue la faena y el plan».
En el combate, desenvolvía una rara energía y una actividad asombrosa. En el repliegue, solía llevarse hasta los muertos.
Susceptible de equivocarse en la mejor de sus combinaciones, lo salvaba no obstante la firmeza de la voluntad, y ponía empeño en corregir el error exponiendo su propia existencia. En esos momentos acerbos, llegaba a imponerse por completo su romántico denuedo.
Ha dado de su fortuna sin queja, y ha puesto al lote de los peligros su pujante personalidad belicosa. Todo lo ha arrastrado en pos de si: hermanos, hijos y parientes, y los ha sometido a la prueba con éxito brillante. Su grande abnegación irradia sobre toda su familia. Contagia, sugestiona y marca línea invariable de conducta.
Es que tiene índole guerrera y amor al renombre por las causas justas. No será un general de todas piezas, pero si un caudillo sin parecido. En cambio, no pocos generales le son inferiores. Él supo, acaso al más valeroso, encerrarlo con toda su tropa de línea en un cerco de piedras; sujetarlo allí á bala rasa por diez días, como un domador sujeta a la bestia por las melenas; y lo hubiera vencido a discreción si los cartuchos de repuesto llegan a tiempo y el armisticio no sobreviene, Expansivo, de un notable arrojo varonil, de empuje irruyente, resolución y audacia, Saravia no se dejaba estar en la pelea; movíase como un centauro, propugnaba incansable por la resistencia en el fuego, é imprimía una agilidad increíble a su especial maniobra. No se preocupaba del número, no excediendo el adversario del doble contra sencillo: y en la hora decisiva de la retirada él lo afrontaba a retaguardia con osadía y lo pasaba de súbito, haciendo recordar involuntariamente al lidiador que detiene al toro embravecido con un grito enérgico o con un ademán de cólera.
Le hemos visto en Arroyo Blanco paralizar así el movimiento de avance de ¡a gruesa fuerza contraria, con una línea simple de tiradores y lanceros, después de seis horas de batalla.
En Guabiyú salvó la bandera revolucionaria con una carga de frente y de flanco al trote, al día siguiente de la cruda pelea en que quedó agotada la munición. «Salvó al ejército»—fue la frase con que el coronel Lamas calificó su acción, y trasmitiónos su modo de pensar al respecto, cuando nos reincorporamos a las filas.
Este singular caudillo, no odia ni se venga, aunque amenace y se exalte alguna vez.
Hay en él fondo de nobleza que da elevación a sus procederes, y los realza, por el desprendimiento mismo que ellos revelan.
No bebe; ni fuma; ni juega.
Estas virtudes parecen de tradición y de raza en nuestros caudillos históricos.
Eran cualidades de Artigas.
No usó lanza, sino espada. Pocos la habrán ceñido a la cintura con mayor altivez cívica y gloria tan pura.
Eduardo Acevedo Díaz